Unas semanas atrás, después de terminar una conversación con un buen amigo sobre lo complejo que pueden ser las relaciones de pareja, empecé a tararear en mi cabeza la letra de una canción mía a la que le tengo mucho cariño: “Mi mundo”. Recuerdo que cuando salió a finales de los años 80 mucha gente me decía que era la canción del egocéntrico. En aquel momento me parecía un poco fuera de lugar esa afirmación porque para mí el mensaje era claro: un tipo que quería relacionarse con alguien que lo entendiera y, a la vez, a quien él pudiera comprender para compartir un proyecto de vida en común, sin que uno de los dos tuviera que renunciar a sus metas individuales más importantes.
La conversación con mi amigo me hizo reflexionar sobre este tema y respecto a cómo lo veo en mis circunstancias actuales. Para empezar me hice la pregunta, ¿hasta qué punto se pueden negociar parte de nuestros sueños, metas o gustos individuales? En mi caso, recordé que durante mucho tiempo no estuve dispuesto a renunciar a mi principal prioridad de vida, la música. Desde adolescente supe que ésta significaba demasiado para mí, tanto que la consideraba un asunto innegociable, por eso decidí no casarme tan joven. Mi vida giraba alrededor de la música, la guitarra, la percusión, las giras y las noches interminables de conciertos. Por supuesto, el hecho de no pasar mucho tiempo en un solo lugar no generaba mucha confianza en quienes fueron mis parejas en esa época. Yo no estaba dispuesto a comprometerme con alguien que no estuviera dispuesta a ceder tiempo y espacio para mi carrera profesional. Era mi pasión.
En el transcurso de mi vida conocí a personas que sacrificaron sus aspiraciones personales (profesionales, visión de vida, etc.) por estar hiper-enamorados y establecer relaciones más formales. Esas mismas personas, con el tiempo, no pudieron sobrellevar la vida en pareja y se divorciaron, quedando sin carrera, sin amor, sin familia, sin hijos, sin nada. Sé lo que se siente. Es como perder el norte, la propia esencia, lo que se viene a hacer al mundo. Nos enamoramos de manera tan irresponsable que nos perdemos a nosotros mismos.
Muchas veces, inclusive, aun cuando sabemos que se ha perdido el enamoramiento y los objetivos en común, nos empecinamos en permanecer juntos, sea por los hijos procreados o por no querer renunciar al plan inicial de la vida en común. Muchas veces creemos que el hijo es primero cuando lo importante es el amor entre esas dos personas, la convivencia, la salud espiritual y emocional. Son pocos los que tienen la capacidad de levantarse después de un “fracaso” y decir “¿sabes qué? Voy a hacer lo que yo quería ser”. Es muy difícil encontrar la salida cuando sientes que el tiempo de recuperar lo perdido te pasó y que otras personas tuvieron más valor que lo que deseabas para ti mismo.
Este punto me llevó a otra pregunta: ¿en una relación de pareja qué tanto estamos dispuestos a ceder? Ciertamente, saber qué puedo negociar y hasta cuánto otorgar depende mucho de cuán definidas están mis metas personales. Yo siempre he creído que primero debes estar bien contigo, quererte a ti primero, antes de poder amar a los demás. Desde ese punto de partida es increíblemente amplio el abordaje porque, desde pequeños, se nos enseña todo lo contrario. Se nos inculca, conscientemente o por inercia sociocultural, que debemos amar al prójimo antes de a nosotros mismos. ¿Pero acaso no deberíamos primero amar nuestra individualidad para saber cómo amar racionalmente a alguien más?
Para mí el amor romántico no debería asumirse como un sentimiento que idealiza a nuestra pareja. Sí, podemos ser románticos (atentos, detallistas, entregados) pero en un ambiente razonable de convivencia, algo así como un amor racional. ¿Qué sería esto? Esencialmente creo que es poner de acuerdo a la cabeza con el corazón. Aunque suene contraproducente para algunos, o cursi para otros, el amor tiene que ser inteligente. No quiere decir que sea un sentimiento calculador pero sí que sea lo suficientemente maduro para permitirte tomar decisiones racionales. No debemos comprometer nuestra individualidad ni comprometer la del otro tampoco, porque de hacerlo ponemos en peligro la relación misma. Cada quien debe tener libertad dentro de un marco de respeto y mutuo acuerdo.
Por eso, creo en ser abierto desde el inicio, no esperar mucho tiempo para que el otro te comience a conocer (tus gustos, deseos, metas) sino darle toda esa información desde el primer momento. Tu pareja debe saber quién eres, de qué estás hecho, cuál es tu visión de vida. Y todo hacerlo sin ningún miedo. Es preferible perder al inicio que perder todo en 5 o 10 años después. Yo prefiero que me digan desde el principio: “¿Sabes? Yo no puedo vivir con eso, no pienso así, es algo que no puedo negociar. Mejor quedemos como amigos antes de lastimarnos”. El punto de todo esto es que la individualidad es el camino, existir como individuo para luego existir como compañero de viaje, pareja a tiempo completo.
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