Casi dos metros de altura. Voz pausada y sutil. Sencillo y firme. Gorra redonda y plana (sello emblemático de sí mismo). Simpatía exuberante. El son latino de pies a cabeza. Juan Luis Guerra, el poeta de la música caribeña, llegó al país de los hombres de codo en barra para demostrar que los españoles sí saben bailar. “De nada vale ser impaciente -como dice su canción-“. Guerra salió de una cabina de teléfonos para llegar a su cita en Madrid, con 20 minutos de retraso.
9:57 de la noche. Cookies and cream sonaba en pleno. Al público no le dio pudor bailar. El Barclaycard Center fue el escenario donde Juan Luis convenció hasta al más sordo. El suave toque de jazz en sus merengues y bachatas [sus mayores señas de identidad] se desbordó en cada melodía. Estribillos de metáforas con sabor a lirismo hicieron llorar a las mujeres, emocionadas cuando coreaban la canción que el intérprete dominicano le compuso a su esposa. “El que ama a su mujer se ama sí mismo”, dijo con sonrisa nostálgica, en su tercera canción en forma de bachata, Mi bendición.
Quizás no exista un solo hombre que no haya cortejado a una mujer con la dulzura de sus versos. Y quizás no habrá alguien en el planeta que haya tarareado La bilirrubina y Ojalá que llueva café. Más de 16.000 personas, con una euforia rebosada, lo confirmaron. Además de la lírica, la sensibilidad social también dejó trazos en sus composiciones. El costo de la vida y Visa para un sueño fueron interpretadas por el artista latino como si quisiera incluir en sus palabras lo que todas las personas padecen día a día.
El que se atreviera a conocer el Niágara en bicicleta dedicó varios de sus merengues al hijo de Dios, porque -lo dijo cantando- para él No hay nada imposible. Sin duda, Guerra ha envuelto con ritmos latinoamericanos a varias generaciones de los dos lados del Atlántico. Lorena B., una chica madrileña de 29 años, ha escuchado a Juan Luis desde que tenia cuatro. “Desde que mi madre sintonizaba la radio me miraba frente al espejo y trataba de imitar el bailar caribeño. Agradezco que él me haya enseñado la música de verdad”, expresa en medio de la multitud.
Más al fondo de Palacio de Deportes, Francisco, paisano del cantante, aterrizó desde Valencia para oírle. “Es la única forma de sentirme cerca de mi país. La felicidad que siento es indescriptible”, señaló el joven de tan sólo 19 años de edad.
El público insaciable aclamaba por el hombre del bombín. Las 20 canciones que ya habían sido interpretadas no fueron suficientes. El sonido de A pedir su mano, Hormiguita, Frío, frío, Burbujas y Que me des tu cariño intentaron saciar el deseo del encore, pero el zumbido de Las avispas logró complacer hasta al más lejano oyente.
Decía Cortázar, “todo dura siempre un poco más de lo que debería” y Guerra demostró en dos horas que sigue siendo el artista que no solo ha conquistado a los latinoamericanos, sino también a los europeos.
IVETTE LEONARDI