‘Llegó la zafra’: la historia detrás de una canción

No es de extrañar el dato curioso que arroja el censo de 1827 de la ciudad de la Habana: de los 16.520 varones blancos dedicados a oficios varios, se encontraron 44 músicos, y entre los 6.754 varones de color, libres, en igualdad de condiciones, se hallaron 45 dedicados a la música, es decir un número tres veces más alto en proporción.

En su texto Memoria sobre la vagancia en la Isla de Cuba, José Antonio Saco escribiría en 1831: “Las artes están en manos de la gente de color”; se responsabilizaba al negro de alejar al blanco de las artes.  El trabajo mecánico era exclusivamente para los esclavos, razón por la cual el amo desde siempre miró con desprecio sus ocupaciones y sus expresiones artísticas, entre ellas la música.

La música para el negro, era inversamente proporcional al complejo enquistado en el blanco. Constituía entonces un oficio inestimable, pues era la única forma para que el negro y el mulato ascendieran en la escala social.

Pero la brecha social no sufrió del todo los embates de la discriminación entre las esferas sociales en la ciudad; la música fue la única capaz de congregar y permear en ciertos espacios a negros, mulatos y a criollos, a pesar de la brecha social y discriminatoria entre las capas sociales de la sociedad cubana de entonces.

Si al negro le eran vetados ciertos caminos nobles, el baile era la única posibilidad de constituirse como su distracción preferida, que lograba mimetizarse entre las contradanzas y los minués franceses, y los ritmos mestizos que fueron dándole cuerpo e identidad a la música cubana.

En el ingenio el baile se convirtió en el único divertimento que podía redimir del sufrimiento y las extensas horas de trabajo al esclavo, porque entronizaba al mismísimo Changó en su fuerza liberadora, una especie de exorcismo que lo emancipaba y lo exculpaba.

La música en Cuba fue el único medio de expresión por el cual el esclavo “negro” podía expresar un sentimiento, un deseo en sus manifestaciones de poder sexual, tal como lo explica con detalle Antonio Benítez: “Tiene la música cubana una naturaleza pública y colectiva, es exhibicionista, densa, excesiva y transgresora”.

El sonar de la campana para avisar de la hora del rezo, era confundido con el advenimiento de la única fogosidad admitida al esclavo: el tiempo de la danza, que lo eximía de la realidad en medio de la noche y a lo lejos de la casa del mayoral y sus perros.

Los rituales africanos y las prácticas católicas forzadas a los esclavos, lograron un sincretismo religioso que el esclavo del ingenio logró diestramente mantener y hacerle creer a su amo, su sometimiento: Babalú-ayé era el mismo San Lázaro, el Yanvalou, el Dahomé-z´epaules, la invocación a Erzili, y el tambor Assotor, sostenían la tradición africana en el ingenio. (Carpentier, 2004).

Según manifiesta un musicólogo de África, Fela Sowande, la música africana es de carácter ético. De acuerdo con este estudioso de la música africana, el sesenta por ciento de los cantos tradicionales de África, son de carácter ético y los restantes se refieren a los aspectos de la vida cotidiana, sin pérdida de dignidad. Un estudio de los caracteres de la danza afrocubana podría hacerse partiendo del examen de esa misma ondulación postero pelviana en Andalucía (origen español) y en África occidental (tributación africana).

El historiador Fernando Ortíz, hace mención en uno de los estudios más concienzudos sobre los esclavos en Cuba, el reflejo del carácter erótico de la raza de color es el baile, que constituía el principal nervio, casi el único, de sus fiestas en Cuba, como en África. “Después de la puesta del sol baila África entera” refiere Ortíz sobre Golbery. “En toda el África se baila con furor”. “Una verdadera furia coreográfica, que hace olvidar todas las miserias públicas y privadas.” “Apenas se siente el sonido del tam-tam –dice Du Chaillu– dejan de ser dueños de sí mismos”. “Los negros de nuestras Antillas –dice Michelet-  después de una jornada terrible de calor y de fatiga, iban placenteros a bailar a seis leguas de distancia”; así en los ritos deprecativos y funerarios de los negros, como en sus entusiasmos bélicos, interviene el baile.

Al referirse Ortíz al tambor en la danza: “Todo negro nace bailador. Su arte espontáneo no lo capacita para conducir a su compañera en las vueltas de un vals ni para seguir en compás de los tranquilos pasos de un rigodón; su arte es primitivo como el instrumento que lo acompaña. La reiterada presencia del baile en las comunidades africanas no obedecía a una manifestación lúdica, estaba determinada por motivaciones sociales de diversas necesidades colectivas: “El baile entre los negros no es meramente un modo de placer, de una paieté de coeur.  A veces ellos bailan un dolor, una guerra, una siembra, una rogativa  un funeral. Los  bailes adquieren una función social más compleja. No solo son arte, sino también, actos de religión, de amor, de economía, de gobierno, de cohesión tribal y es por esto, la investigación y el aprecio de la música negra requieren el conocimiento de sus funciones en la integridad de la cultura a que pertenece.

El baile negro o la danza negra, muestra los primeros pasos en la evolución de la danza; esta es sensual, agitadísima, simula la percusión y conquista de la mujer, final representado a veces a lo vivo, cuando sudorosos los cuerpos, excitados los nervios por el violento ejercicio, la bebida, la semidesnudez y el contacto del sexo contrario, concluye el baile con un bacanal desenfrenada. La habilidad de la bailadora consiste en mover voluptuosa y cadenciosamente sus caderas, conservando el resto del cuerpo en una casi inmovilidad solamente interrumpida para dar pasos al son de los tambores y permitir una ligera vibración en los brazos arqueados.

El compositor de Llegó la zafra utilizó los instrumentos de percusión tan bien evocados desde la época en que los esclavos invocaban a los dioses africanos en sus rituales que servían para acompañar  su único refugio en el ingenio; el sonido del tambor al calor de la danza luego de las extensas jornadas de trabajo. Al confesar que de niño escuchaba las piezas de los compositores de música clásica que interpretaba su progenitora en sus clases de piano, fue el germen de una carrera prolífica que tuvo sus cimientos como músico primero y luego como compositor.

Su autor, Enrique Alberto Bonne Castillo, el hijo ilustre de San Luis, la antigua provincia de Oriente, hoy conocida como Santiago de Cuba, quien naciera un  15 de junio de 1926, hijo de un puntista azucarero y una profesora de piano, empezó su carrera como como compositor de música popular y locutor de radio. Como él mismo lo mencionaba, era consciente que su voz no le favorecía, debido a una afección en la garganta; así que trajo consigo la policromía de acordes fusionando tamboras, cata, tumbadoras, bocúes, chequerés, mararas, batá, güiro, tumbadoras y campana. Su carrera musical data de la década de los años 50 del siglo pasado con su conjunto de tambores. En 1997 con sus tambores estuvo de gira por Colombia junto con la Orquesta Los Van Van.

Bonne Castillo, tiene alrededor de 200 obras musicales, entre danzones, boleros, guarachas, sones, canciones, sambas, congas, cha-cha-cha, merengues, valses y montunos. Entre su repertorio musical se encuentran temas como: Que me digan feo, Yo no quiero piedra en mi camino, Dame la mano y caminemos, Cha-cha-cha de la reina, Usted volverá a pasar, Se tambalea, y Llegó la zafra, han sido piezas musicales de gran reconocimiento en la música cubana y popularizadas por Pacho Alonso, Celia Cruz, Benny Moré, Bebo Valdez, Rosita Fornés, entre otros. El tema que nos ocupa, Llegó la zafra fue popularmente conocido por la voz de Celia Cruz con la Sonora Matancera en el año de 1957.

Admiradores de Celia Cruz en la ceremonia de entierro pública de la artista en 2003. Crédito: Mark Mainz/Getty Images.

Como alguna vez lo mencionó en una entrevista, desposeído de cualquier artilugio que le concediera algún tipo de reconocimiento que si bien los tuvo en vida, supo atesorarlos y hacer gala de una sencillez y humildad a toda prueba: la vida la he consagrado a la familia, al arte, y en especial a la música, han significado el fin último de mi existencia. El creador del ritmo Pilón y otros bailes populares, no figura entre los grandes de la música cubana porque justamente su grandeza consistió en su humildad, sus composiciones eran interpretadas por los grandes y Bonné supo ocupar un lugar en la música popular cubana, en realidad él a muchos con su música los hizo grandes. En palabras de Bonné, “antes de la Revolución existían las sociedades donde se reunían las familias a compartir y pasar el rato. Esta era una sociedad de mulatos ubicada en la calle Heredia, allí nos reuníamos a cantar y pasábamos noches enteras componiendo”.

JACQUELINE MURILLO Y JUAN SIMÓN CANCINO PEÑA

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